Columna de Rafael Gumucio – Las Últimas Noticias
Hacerle clases a una serie de cuadrados negros es un destino al que miles de profesores nos hemos ido acostumbrando. A veces nos tocan en suerte fotos de gatos o fotos de los alumnos, pero es raro que ver una galería de seres humanos al otro lado del Zoom.
Los alumnos tienen, es cierto, resquemores razonables para mostrar su intimidad, que no transcurre muchas veces en la situación de comodidad o estabilidad que cabría esperar.
También es cierto que la tecnología a veces les falla. Pero no es menos cierta la soledad del educador que no sabe si lo que está diciendo tiene sentido o no, si las preguntas que hace van a tener respuesta, si los nombres tienen cara, si las caras tienen facciones, si lo que hace, finalmente, tiene algún sentido.
Obligado a hablar en esa nueva oscuridad llena de pantallas iluminadas, el profesor le hace clase a una idea previa de los alumnos. En el peor, y el más habitual de los casos, se hace clase a sí mismo.
Un pozo negro de supuestos, de conceptos, de frases hechas y deshechas que alcanzan pocas veces a llenar el tiempo asignado, porque ese tiempo suponía justamente las preguntas y respuestas de los alumnos, la conversación, el debate, las chistes, la simple y llana comunicación, que es el centro de lo que llamábamos educación, que dudo seriamente que podamos seguir llamando así.
La jugarreta del video de Hualañé es cada vez más cierta. Los alumnos están ahí solo cuando se les presiona con notas. Pero no tienen la culpa. Han aprendido de nosotros que la educación es una transacción de notas y títulos a cambio de dinero, paciencia, o simplemente docilidad.
La idea de que educar es justamente aprender lo que no se sabe, y buscar lo que no se ha logrado saber, es algo que mientras siga la pandemia, queda como todo, suspendido.