“Que tus privilegios no te quiten la empatía,” dice un rayado frecuente en los muros, con buena razón.
Es incómodo admitir que yo, pese a mi voluntad e intención de aportar en la sociedad como educadora diferencial e investigadora académica, además de ser aliada del antiracismo y feminismo, participo en y me beneficio de la inequidad social.
¿Cómo? Pues al ser altamente educada, bilingüe, y perteneciente a una elite, me he beneficiado de las oportunidades materiales e inmateriales de que gozan muchos de los grupos socio-culturales a los que pertenezco. Es más, me he acostumbrado a la comodidad de ser la (o por defecto el) referente asumida por los sistemas sociales, tanto que llego a esperar — inconscientemente y no — cierta deferencia donde sea que voy (por ser blanca, una mujer cisgénero, flaca, gringa y, actualmente sin ningún tipo de discapacidad o enfermedad, etc.).
No es que me crea mejor que otrxs (aunque para hombres machistas, seguramente será así); es que no he tenido muchas experiencias que me digan que soy menos del ideal social contemporáneo.
Vivir dentro de las burbujitas formadas por capas de privilegios — como el trasladarse en un auto particular desde un condominio de alta seguridad a un establecimiento educacional o trabajo de prestigio — es como andar con un escudo portátil que nos protege de ser lxs excluidxs, discriminadxs, estereotipadxs, y/o literalmente minusválidxs en diversos sistemas sociales, incluso en la educación.
Sin embargo, por mucho que intentamos salir de ellas, estas burbujas también nos limitan y nos sesgan, pues al no vivir desde y en la marginalidad, nos acostumbramos a evitarla hasta que logramos minimizarla, e incluso, negarla.
Por lo tanto, nos hace falta la exposición a experiencias de exclusión que son íntima y altamente conocidas por muchxs otrxs. Del mismo modo, carecemos de herramientas para tolerar nuestra incomodidad y la inseguridad causada por el acercamiento de lxs marginadxs, cuyos cuestionamientos o reclamos permean nuestro aislamiento, con el fin de amenazar nuestra conciencia y gatillar reacciones que buscan re-establecer “la normalidad.”
El estado descrito anteriormente se conoce como la Fragilidad. Cuando es activada, se manifiesta a través de la rabia, frustración, negación, confusión o violencia defensiva/agresiva, como por ejemplo, rotear a una persona, abandonar una conversación incómoda, o disparar a desarmados que percibes como tu oposición. Aunque la fragilidad es dinámica y variable, provocarla conlleva un costo grande para quienes incurran en esa falta. Si uno no reconoce este fenómeno individual tanto como colectivo a tiempo como para detenerla, suele ocupar todo el privilegio, influencia, y poder necesario ante ese tipo de situaciones para disuadir cualquier crítica asociada a su supremacía, debido a que no es bien visto ser identificadx como clasista, racista, machista, capacitista, etc. De este modo, nuestra fragilidad termina reescribiendo lo que sí o no es normal en la sociedad y recalcando así la supremacía de la élite. Esto redunda en la preservación de la estructura de una sociedad hecha a nuestra medida, que funciona para y por nosotrxs, lxs privilegiadxs.
Los conceptos de fragilidad blanca y masculina han sido develadas por afro/feministas fuera de Chile principalmente para explicar cómo rigen dinámicas opresivas interpersonales tanto como sociales a pesar de la proliferación de discursos y políticas de inclusión y equidad. Resulta que la fragilidad subyace la polarización, tal cual como las que se ven reflejadas en cómo denominas al “estallido” o “despertar” social de la primavera de 2019 en este país. Independiente a tu postura en éste, la polarización es preocupante dado que es un factor principal que pone en peligro las democracias de hoy en día.
Afortunadamente, podemos trabajar para ablandar nuestrxs fragilidades tomando conciencia de estrategias tan sencillas como el escuchar bien al otro, contemplar antes de reaccionar, y hacer el esfuerzo en dinámicas interpersonales de empatía y centrar (dar importancia a) la experiencia ajena. Por ende invito a que todxs, pero sobretodo nosotrxs involucrados en la investigación, política y administración de los ámbitos revelados por la revuelta social (la educación entre otras), tomemos consciencia de cómo este fenómeno compartido influye en nuestro comportamiento personal además de profesional.
Transformemos nuestras fragilidades en habilidades para desarrollar la empatía, convivencia y la equidad.

Académica y docente/psicopedagoga en educación diferencial. Beneficiaria beca Fulbright del Departamento de Estado de EEUU para desarrollar una investigación internacional, “Prácticas y Perspectivas hacia la Inclusión en Educación.” Doctorante de la University of Massachusetts, con postgrados en Harvard y la American University.
Me parece interesante y algo idealista, pero algo que debemos entender. Si seguimos envueltos en nuestra burbuja la democracia no puede funcionar. La democracia necesita diálogo para alcanzar consenso.
Preciosa la columna.
Creo que el título ya es impactante por su significancia y la paradoja que representa per sé, pero sobre todo el darnos cuenta que debido a los privilegios de una minoría, se ignoran las necesidades urgentes, de una mayoría carente absolutamente de dichos privilegios, al no pertenecer a determinado estrato social. Se agradece que se publiquen estas reflexiones, pues hacen darnos cuenta que debemos trabajar y vivir para la compasión, empatía y colaboración para el/la que tiene menos, que lamentablemente en nuestro mundo, son los más. Excelente columna.
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