«¡Qué abismo entre la delicadeza de nuestros poetas para nombrar la materia, y el desprecio de los chilenos hacia nuestros árboles, lagos, mares y costas!».
Camino por uno de los litorales más hermosos del planeta, donde el mar golpea fuerte y una vegetación milagrosa se encarama entre las rocas, rocas esculpidas por un desgaste milenario y manchadas por líquenes naranjos.
Sobre los arbustos, entre ellos el pittosporum resistente al viento, se posan pájaros pequeños, uno de pecho amarillo cuyo canto me deslumbra como deslumbra el sol sobre el mar a esta hora. No puedo dejar de recitarme a mí mismo esos versos perfectos de Paul Valéry: «Este techo tranquilo sobre el que marchan unas palomas./ Entre los pinos palpita/ entre las tumbas»… Ese techo, claro, es el mar… pero este mar Pacífico no es tranquilo, es indomable, intenso como todo lo americano, tan opuesto a ese mundo clásico, de impronta griega y mediterránea, de Valéry. Aquí todo es agreste, primario, anterior a la cultura, elemental. Por eso Neruda amaba tanto esta costa. ¡Y nada más alejado que Neruda de Valéry!
De pronto, después de una larga caminata, llego a una explanada abierta de tierra, cerca de los roqueríos más altos, y me dispongo a contemplar la magnífica panorámica que va desde el extremo de la playa de Punta de Tralca hasta el borde de Cantalao. Pero mis pies se enredan en papeles, botellas, latas de cerveza, kilos de chaya, y mi vista desciende y se fija en el basural que cientos de celebrantes dejaron aquí la noche de año nuevo.
Muchos chilenos al parecer comenzaron el año haciendo lo mismo que venían haciendo en el «año viejo»: ensuciando el Edén que nos fue dado como don, como regalo… Qué paradoja tan grande la de este «país de poetas». Qué abismo entre la delicadeza, la exactitud de nuestros poetas para nombrar la materia («místicos de la materia», eso han sido), y el desprecio de los chilenos hacia nuestros árboles, nuestros lagos, nuestros mares y costas. No se puede ni se debe pedir cultura sofisticada, europea, aquí, pero sí relación cordial y directa con los elementos, con las hierbas, las plantas.
Gabriela Mistral dijo de sí misma «yo soy huertera». Los chilenos fuimos huerteros alguna vez… pero ahora no conocemos ni los nombres propios de los árboles. Violeta Parra en su canción «La Jardinera» encuentra en su propio jardín «las flores del consuelo» para su dolor: «Para olvidarme de ti voy a cultivar la tierra…». La poesía y la medicina popular se alían en esos versos prodigiosos, como si la palabra fuera también una hierba medicinal: «para mi tristeza violeta azul/ clavelina roja pa’ mi pasión». Miro a una legión de chilenos y chilenas que padecen de obesidad mórbida y caminan como «zombies» por su propio jardín que es esta tierra, y que van en su descenso a la playa tirando los envoltorios de la comida chatarra que los enferma, y destruyendo el hábitat natural que podría sanarlos.
Intento avanzar entre la basura que enreda mis pies, y de pronto veo aparecer a una pareja muy joven con unas bolsas donde van recogiendo la «mugre» (qué palabra tan chilena) que tiraron otros… No son de la municipalidad, por supuesto. Parecen dos personajes bíblicos: ella lleva un pañuelo en la cabeza. Podría llamarse María… Sus miradas son transparentes. Me hacen una clase sobre la riqueza y biodiversidad de toda esta franja de tierra junto al mar. Me muestran las dunas convertidas en playas de estacionamiento. «En este lugar hay conchales de antiguos pescadores recolectores, y especies muy delicadas y que están en peligro». Hablan con angustia de ese crimen ecológico.
Miro a estos «recolectores» de veintitantos años que intentan limpiar este vergel milagroso convertido en basural y me parecen seres de otra galaxia que hubieran caído en el planeta Desolación. Apariciones que me impiden caer en la desesperanza. Tal vez son los habitantes del futuro, los recolectores de un Chile reencontrado con su esencia, que merezca el esplendor de esta tarde, la fuerza de este mar, la belleza de un cactus florecido y el delicado canto de un pájaro sobre un pino…

Ha sido profesor de literatura en colegios y universidades, y ha dirigido talleres literarios desde hace más de una década, principalmente en Santiago pero también en Viña del Mar, donde en el verano de 2002-2003 realizó el primero de ellos La belleza de pensar. Es decano de la Facultad de Educación y Humanidades de la Universidad del Desarrollo.